
Pocas veces hablo de mi padre, muy pocas. Es un terreno que guardo solo para mí y casi nunca profundizo en él, quizá por miedo a lo que pueda encontrar. Sin embargo no puedo empezar este mes sobre los hombres de mi vida sin atribuirle el primer puesto, ese que por mérito propio le corresponde.
Este año 2011, hace ya veintiuno que marchó. Veintiún años sin mi padre. Cada vez que lo pienso, me doy cuenta de que llevo ya más tiempo viviendo en su ausencia que el que la vida me dio para conocerle. Me he acostumbrado a vivir sin él, sin embargo muchas veces me he preguntado como hubiera sido mi vida si mi padre hubiera vivido más tiempo, una pregunta que nunca tendrá respuesta.
Desde la distancia y la madurez que me da la edad, me doy cuenta de que él y yo eramos bastante diferentes en casi todo y demasiado iguales lo demás; un genio fuerte heredado de él, soberbio a veces, temperamental siempre. Un carácter explosivo y difícil , por lo que el choque hubiera sido constante.
En los catorce años que la vida me dio para conocerle, sus enseñanzas dejaron en mí una huella que se prolonga a lo largo del tiempo: su sentido de la responsabilidad, del honor, de la disciplina y de la la palabra , con razón era hijo de militar y licenciado en magisterio. Un gran maestro que me enseñó los pilares básicos de mi vida sobre los que se sustentaría el resto de mi existencia.
Su sombra, alargada como la de un ciprés (ese que ahora le cobija y le da sombra) llega hasta el presente. En muchas ocasiones, ante situaciones complicadas, no tengo más que ponerme en lo que él pensaría, en lo que me aconsejaría si siguiera vivo. La solución siempre me la da.
Mi padre fue un hombre recto, no lo niego, de los de antes. Un hombre al que no se le ponía nada por delante y que como objetivo siempre tenia el reto de mejorar; mejorar de trabajo, de casa; darle a mi madre todo lo mejor, que nunca le faltara nada. Se amaron y se amaran hasta que los dos vuelvan a reunirse. Nunca los vi discutir, ni levantarse la voz, y estoy seguro que marchó de este mundo tan enamorado de ella como el primer día.
Es raro que siendo tan aficionado a los cementerios, el mio, donde esta él y donde terminaré yo, le visite tan poco. Pero no hace mucho pasé por la puerta y me acerqué hasta el panteón familiar. Me senté un rato sobre el mármol blanco y recién pulido e hice lo que no había hecho hasta entonces: hablar con él.

Le pregunté lo que sentía al verme, si sentía orgulloso de mi o si se avergonzaba (creo que yo no soy el hijo que el se hubiera imaginado). Le dije como me iba la vida (como si él no lo supiera), cuales son mis proyectos, mis decepciones. Cuales son mis metas, mis ambiciones...
Le reproché haberse ido tan pronto, sin dejarme tiempo a conocerle más y sustentando el papel de cabeza de familia que no me correspondía por edad. No me contestó, naturalmente, pero no tuve más que mirar mis manos, mis andares, mi rostro, mi comportamiento, mi forma de ver la vida, de caminar; mis creencias más profundas, mi sentido del honor y mi propia moral, para darme cuenta de que dentro de mí sigue estando vivo y sus genes circulan por mi sangre.
En casa quedan sus fotografías que amarillean poco a poco con el tiempo. Su sonrisa enmarcada, su presencia que no se ha evaporado a pesar de los años transcurridos. En casa, de una manera u otra se sigue sentando a la mesa y viniendo de vacaciones. En casa, después de veintiún años sigue estando presente.
Pero allá donde esté de verdad, desde lo alto, estoy seguro que sonríe cada día al verme ( al vernos) y se siente bien porque sabe que tuvo el tiempo suficiente para dejar hecho bien su trabajo.
Desde pequeño, esta canción que acompaña la entrada me ha recordado a él, sé que era de sus preferidas, así pues, que vuelva a sonar beguin the beguine para que vuelva a escucharla.