
La basura. Según la real academia de la lengua en su segunda acepción son “residuos desechados y otros desperdicios”.
Al hilo del post anterior, en el que hablaba de la transparencia, de la exposición de uno mismo en el escaparate de la vida, se me ocurre pensar en las montañas de basura que acumulamos en nuestro interior, esas que ni siquiera nos mostramos a nosotros a mismos, porque como productos abandonados ya ni siquiera nos acordamos de que están ahí. Desechos que se quedaron depositados entre las vísceras, cerca del corazón algunos. Desechos de amor, por ejemplo. Aquella vez que creímos en alguien y nos decepcionó. Aquella ilusión pasajera. Aquella persona a la que quitamos la careta y descubrimos toda su basura interna, cayendo el velo que hasta entonces teníamos sobre los ojos. Todo aquello nos dejo un poso de residuos internos, de trapos rotos y sucios.
Se acumuló una montaña de basura con aquel proyecto adolescente donde nos comíamos el mundo, con aquellos estudios que no conseguimos superar o las metas que no alcanzamos. Se quedaron entre las paginas de un libro de texto los restos de basura que no fuimos capaces de digerir. Se quedaron en las aulas de colegios y universidades.
Acumulamos montañas de basura entre nuestras sábanas. Recuerdos que no queremos recordar. Noches que debieron acabar mucho antes. Personas que nunca debieron ocupar un espacio en nuestra casa y menos aun en nuestra cama. Todo ello nos dejo basura entre los pliegues de la piel, en nuestra saliva.
En el fondo la inocencia es la ausencia de basura, y según los expertos la inocencia se acaba perdiendo, por lo que todos acumulamos basura. ¿Es malo? Me pregunto. No creo, me respondo, en nuestro paso por la vida generamos kilos y kilos de basura que deterioran ese planeta al que llamamos alma. Pero si no hubiera basura que generar, no habría experiencias de las que nutrirnos; es simplemente un proceso digestivo, sin más.
Basura que no quiere marchar, que reposa silenciosa y acechante y de la que nunca te acuerdas hasta que sobre ella vuelves a arrojar un resto más, un despojo que te hace recordar que hace algún tiempo dispusiste de algo similar y valioso que terminaste tirando. ¿Estará ahí? te preguntas. ¿Que pasaría con aquello? ¿lo reciclé?¿lo guarde?¿estará en el trastero, en el cementerio de mis sueños? Y entonces aparece otra vez, marchitado, ajado y viejo. Esta ahí, todo, en nuestro interior, formando una gigantesca montaña de basura, oculta y que crece cada día un poquito más.
No hay agua ni disolvente que consiga limpiar los restos. No hay desinfectante que nos devuelva un interior impoluto, sin rastros de basura. Podemos rebuscar entre ella u olvidarnos de que existe. Debemos recordarnos que la mayoría de la basura puede reciclarse (sin duda es la mejor opción) y reutilizarse en forma de sabiduría, bagaje, o como se quiera llamar. También podemos pensar que de aquello que nos deshacemos ya no nos volvemos a acordar nunca más. ¿Para que pensar en aquel amigo que marchó sin dar explicaciones? ¿Para que recordar a alguien con quien solo pasaste una noche, que solo fueron un par de citas por llamarlo de alguna manera? ¿Para que remover la basura si solo desprende mal olor?: Para vivir tranquilo, para respirar su insoportable olor, y pensar que si queremos mantener limpio el medio ambiente de nuestra alma, lo mejor es generar solo la basura imprescindible, lo demás mejor masticar y escupir.